BOCAZAS:
(adj.)
Persona que habla de más.
Hombre que se va de la lengua con facilidad por culpa de su arrogancia.
William Anderson, el protagonista de esta novela.
Prólogo
La imagen del Empire State da paso a la del edificio Rockefeller mientras la voz en off anuncia la entrada de Jimmy Fallon, que irrumpe corriendo en el plató. El público se levanta para recibirlo con un aplauso estruendoso al que él corresponde con un saludo y una sonrisa.
—¡Bienvenidos a todos los que estáis aquí, y también a los que nos veis desde casa! —exclama el presentador—. Qué duro es volver al trabajo después de las fiestas, ¿eh? Estamos a mediados de enero, pero nunca es tarde para desear… ¡Feliz Año Nuevo! —Se mete la mano en el bolsillo y lanza un puñado de confeti al aire.
La audiencia aplaude de nuevo y él hace una reverencia antes de sentarse detrás de su mesa.
—Como anunciamos hace unas semanas, el primer invitado del año en The Tonight Show es uno de los autores top ventas de nuestro país. —Jimmy hace una pausa cuando se oyen las ovaciones de los asistentes. Seguidamente alza la voz emocionado y dice—: Hace dos meses salió su último libro. Estoy seguro de que El legado de las estrellas ha sido el regalo que muchos habréis encontrado bajo el árbol estas navidades. ¡Hoy en directo está con nosotros el autor que ha revolucionado el mundo de la fantasía con la saga La Furia de las Estrellas! —Se levanta y estira el brazo hacia su izquierda antes de gritar—: Por favor, demos un caluroso recibimiento a… ¡William Anderson!
No ha terminado de pronunciar el nombre y los aplausos y gritos del público ya son ensordecedores. El entusiasmo de los asistentes parece entremezclarse y crear un ambiente que solo puede describirse como alegre y animado.
La cámara se desplaza en esa misma dirección y un segundo hombre entra en el plató. William se detiene para saludar y sonreír a la multitud que allí se congrega para verlo. Lleva un traje negro y una camisa blanca con los primeros botones desabrochados. Su aspecto es impecable.
El presentador se acerca para estrecharle la mano y acaban dándose un abrazo amistoso. A continuación, Jimmy vuelve a ocupar su asiento al tiempo que su invitado procede a sentarse a su derecha.
—Gracias por venir.
—A ti por invitarme —contesta William. Su voz áspera suena tranquila.
—La última vez que viniste fue para presentar tu cuarto libro, La llama morada, que meses más tarde ganó unos cuantos galardones, entre ellos el Premio Mundial de Fantasía a la mejor novela. ¿Qué siente uno después de eso?
—Pues… no sé muy bien qué decirte. Eso pasó hace año y medio, y creo que sigo asimilándolo.
Jimmy coloca el último libro de Anderson sobre la mesa mientras dice:
—Hoy estás aquí para hablarnos del cierre de la saga. —La cámara saca un primer plano de El legado de las estrellas—. ¡Enhorabuena!
William le da las gracias. La enorme sonrisa que adorna su cara demuestra que está complacido con su creación.
—Este libro… —Jimmy acaricia el lomo con cuidado—. Lleva dos meses en el top de los más vendidos de TheNew York Times. Solo en Estados Unidos se vendieron más de setenta mil copias en la primera semana.
Las ovaciones son tan intensas que el presentador se ve forzado a detener su discurso unos instantes. Cuando vuelve a hablar, lo hace de carrerilla:
—Tus novelas se han traducido a más de treinta idiomas. A nivel mundial llevas vendidos veinte millones de ejemplares. ¡Felicidades, Will! Vas a despedir la saga por todo lo alto. —Le da una palmadita en el brazo—. ¿Cómo te sientes con todos estos datos?
—Extraño —reconoce el escritor después de sopesar su respuesta—. Estoy muy contento, el final es muy emocionante, pero me da pena decir adiós a los personajes. La primera vez que visualicé a Rhiannon dentro de mi cabeza —se da un golpecito en la sien derecha con el dedo índice— tenía diecisiete años. —Su tono de voz tranquilo cambia a uno en el que se aprecia la nostalgia—. Ahora tengo treinta y siento que he crecido y madurado con ella. Y, de alguna manera, es doloroso porque me toca despedirme de una buena amiga.
Los suspiros compasivos del público se adueñan del plató. El autor se lleva la mano al pecho y mira a las gradas agradecido.
—Como fan de la saga solo puedo confirmarte lo que ya sabes, y es que aquí dentro hay un trabajo increíble. —Jimmy levanta el libro otra vez y lo muestra a cámara—. La ambientación, la historia…, todo es alucinante. Mientras lo leía, no podía parar de pensar: ¿cómo es posible que un ser humano sea capaz de crear todo esto? —Su tono de voz demuestra una clara admiración. Vuelve a dejar el libro en la mesa y prosigue—: Esto me genera mucha curiosidad, Will. Las ideas… ¿te vienen solas?, ¿en sueños?, ¿vienes del futuro y ya sabes que esto es lo que le va a pasar a la humanidad dentro de cien años?
La audiencia le ríe la gracia y William también.
—Un poco de todo —contesta el autor divertido—. La mayoría de las veces, la inspiración me viene cuando salgo a correr… Confieso que las mejores ideas aparecen cuando no tengo el cuaderno a mano. —Mientras habla se saca el teléfono del bolsillo de la chaqueta—. Suelo coger el móvil como un loco y apuntar todo lo que me ha venido a la cabeza para que no se me olvide. —Termina al tiempo que simula que teclea con ansia en su teléfono y vuelven a oírse las risas.
—Me comentan que acabas de llegar a Manhattan… William asiente y mira el reloj antes de contestar un:
—He aterrizado hace tres horas. Tengo un jet lag horrible. Es probable que me quede dormido en este sofá tan cómodo. —Se repantiga un poco más en lo que parece un asiento mullido de color azul marino.
—¿Quieres que te traigamos una almohada y una manta? —le pregunta Jimmy.
Ante eso, el autor suelta una carcajada y asiente.
Un primer plano de su cara muestra lo cansado que está. Pese a que es probable que haya pasado por maquillaje, en sus ojeras se aprecia un ligero hundimiento. En ese preciso instante, como si leyera la mente de los espectadores, William contiene un bostezo que provoca que sus ojos se empañen. Sacude la cabeza un par de veces y, entonces, Jimmy le pregunta:
—¿De dónde vienes?
—De Londres. De la FantasyCon, que es la convención de novela fantástica de Europa.
—Tengo entendido que allí has compartido una anécdota con tus fans que tiene que ver con Råshult. —A Jimmy se le escapa la risa—. ¿De dónde te vino la inspiración para el nombre de ese malvado personaje?
William se ríe antes de contestar.
—Råshult es como se llama uno de los carritos de almacenaje de IKEA. De hecho, Songesand, Fredde, Eket —conforme nombra a los villanos, levanta el dedo pulgar, el índice y el corazón—. Todos los malos que han aparecido en la saga llevan nombres de muebles suecos.
La audiencia se troncha de risa.
—No te creo —informa Fallon con su característico tono de voz humorístico—. ¿Por qué?
—Cuando me mudé aquí para ir a la universidad y tuve que amueblar la habitación, alquilé una furgoneta y me fui al IKEA de Brooklyn. —Señala con el dedo hacia su derecha—. Compré todo lo que necesitaba y me lo llevé al apartamento. —Hace una pausa para reírse él solo—. Montar esos muebles fue una auténtica pesadilla. —Su expresión de espanto hace reír al público—.
Empecé a armar la cama como a las siete de la tarde y terminé a las dos de la mañana. Recuerdo que, en un momento de agonía física, me quedé embobado mirando la palabra que aparecía escrita en la caja: «Songesand». Y lo vi clarísimo: uno de los villanos de mi futura novela tenía que llevar ese nombre.
Los presentes estallan en carcajadas y a Jimmy le cuesta unos segundos dejar de reírse.
—Has estado de tour desde que salió la novela, ¿verdad?
—Sí, creo que solo he parado para pasar las fiestas con mi familia. —William se frota la cara antes de continuar—: Es la primera vez que hago una gira tan grande, pero el cierre de la saga no podía ser de otra manera. Es increíble cuando los fans te dicen que les ha gustado el libro o que los ha acompañado en un momento difícil. Ese sentimiento no se puede describir. Estoy cansado, pero he visitado por primera vez lugares maravillosos como Chile y Perú, y estoy muy agradecido por ello.
El presentador asiente y se estira para darle una palmada en el brazo.
—¿Tienes ganas de coger vacaciones?
William sacude la cabeza en un ademán negativo antes de responder un rotundo:
—No. De hecho, he venido trabajando durante el vuelo. Mi libro nuevo me tiene motivadísimo.
—¿«Libro nuevo»? —Jimmy alza la voz y da una palmada antes de echarse hacia atrás.
La exclusiva que acaba de soltar William es un bombazo e, instantes después, así se lo hace saber el presentador.
—¡Menudo notición! —La audiencia aplaude tanto que cuesta entender lo siguiente que dice Jimmy—. Esta novela… ¿guarda relación con la saga?
—No creo que a mi editor le haga gracia que os cuente antes que a él de qué va mi próxima historia.
—Espera, tu editor… ¿aún no sabe que este libro existe?
Las carcajadas del público resuenan en el plató como esas risas enlatadas que se metían en las sitcoms de antaño.
En lugar de responder, William se limita a encogerse de hombros dejando claro que no dirá nada más.
—Volviendo a tu última novela. —El presentador la sostiene con las dos manos—. Pesa más que el pavo de Acción de Gracias, ¿eh? —William se ríe y Jimmy lo abre para ojearlo—. Casi novecientas páginas… Parece que tenías mucho que contar.
Jimmy coloca de nuevo el libro en la mesa. Después, estira el brazo derecho y le da otra palmada a su invitado en el antebrazo. La camaradería que hay entre ellos traspasa la pantalla.
—Sí. —William tiene clara su respuesta—. Es el cierre de la saga y han transcurrido cinco años; había mucho que explicar sobre la vida de los protagonistas. En este libro vamos a verlos mucho más adultos. Rhiannon y compañía vivirán el final de una aventura y entenderán el sacrificio que supone cada decisión tomada. Hay intereses y personajes nuevos, pérdidas, batallas, sentimientos y… supongo que no debería contar nada más.
El autor contempla su última obra y sonríe con satisfacción. Se nota que está orgulloso de lo que ha conseguido. Igual de evidente es que a Jimmy le ha encantado el libro, porque comenta en clave cuál ha sido su momento favorito.
—La parte del oasis es buenísima… No podía parar de leer. Y no digo más porque luego me regañan si me paso con los spoilers. El libro ha sido un éxito y estoy seguro de que todos los que vengan después también lo serán. Y ahora, para terminar, vamos a hacerte un pequeño juego. —La sonrisa diabólica del presentador hace acto de presencia—. Hemos recopilado algunas críticas de tu novela y vamos a leerte las que nos han parecido más graciosas. Puedes contestar si quieres.
Anderson se queda pensativo unos instantes y no le queda más remedio que aceptar con un escueto «vale».
Jimmy extrae de un sobre un taquito de tarjetas y se ríe con anticipación al ver lo que pone en la primera. Se aclara la garganta y procede a leer:
—«Ojalá Rhiannon se me sentase en la cara, pero no… Se me ha caído el libro por leer de madrugada. ¡No he podido parar hasta terminarlo! ¿Qué hago ahora con mi vida?».
El público se ríe y William responde con una sonrisa sutil. Pasados unos segundos, Jimmy le lee la siguiente:
—«Deseando que Råshult me secuestre. Ese villano está para comérselo con cuchara. La química entre él y Rhiannon es tan caliente que leyendo se me empañaron hasta las gafas. Will, ¿para cuándo un final alternativo con ellos juntos?».
El escritor parpadea sorprendido.
—Bueno, me alegro de que os haya gustado tanto Råshult, es muy carismático, pero él y Rhiannon jamás acabarían juntos —dice frunciendo el ceño.
—Uy, aquí vienen un par interesantes —sigue Jimmy—. «¿Sabéis eso de “No eres tú, soy yo”? Pues con este libro es al revés. No soy yo, es el libro, que es horrible».
William pone los ojos en blanco y suelta un suspiro. Ante eso, el presentador continúa:
—«Este libro lo sufrí en silencio, como las hemorroides».
Los asistentes sueltan risotadas al tiempo que el autor alza las cejas.
—Guau… —Es todo lo que responde William—. ¡Es lo más bonito que me han dicho nunca! ¡Gracias!
Jimmy cambia de tarjeta.
—Vamos con otra. Esta está relacionada con la parte romántica —le avisa entre risas antes de seguir leyendo—: «Anderson tiene la misma capacidad emocional para escribir romance que un apio reseco».
—Al menos ha dicho apio y no cilantro… Eso sí que hubiese sido ofensivo. —La burla va implícita en el tono que usa al responder.
—La verdad es que sí. —El presentador le da la razón con una mueca de asco—. La siguiente es graciosísima. —Hace una pausa para mirar a William—. «Solo hay algo peor que leer las escenas sexuales de este libro, y es… oírlas en audiolibro. ¡Corriendo a comprarlo!».
—Pues gracias por pagarme por el libro dos veces. —William alza el pulgar y se lo enseña a cámara. Su tono se vuelve más ácido.
—«Si tienes un mínimo de sentido común, lo odiarás» —continúa leyendo Jimmy—. «Parece que el protagonista masculino se ha escapado de Los Picapiedra. El libro huele a rancio…».
No le da tiempo a terminar la frase porque William coge el libro de la mesa, se lo acerca a la nariz e inspira hondo antes de soltar:
—A mí me huele a éxito y a top ventas de The New York Times.
El autor pone cara de suficiencia. Sabe que su respuesta ha sido ingeniosa. La audiencia se ríe, pero él permanece impasible. Parece que cuanto más se carcajea el público, más serio se pone él.
—Esta es buenísima… —Jimmy contiene la risa, anticipando que el comentario que se avecina es una burrada—: «Me he excitado más leyendo el manual de instalación del horno que con las escenas picantes de este libro».
William resopla con desdén y se encoge de hombros.
—¿Qué quieres que conteste a eso? —El deje socarrón de su voz acompaña a su expresión de superioridad—. No todo el mundo sabe disfrutar de un buen libro, muchos se aburren si no tiene dibujos.
—¡Auch! —El presentador finge una mueca dolorosa antes de leer otra crítica—. Vamos con la última: «Se nota que esto lo ha escrito un hombre que no tiene ni idea de lo que es el amor. Seguro que tiene el corazón más helado que los caminantes blancos».
Según el presentador lee, la llama enfurecida de la mirada de William aumenta. Y conforme las risas del público van in crescendo su sonrisa mengua hasta desaparecer.
—¿Que yo qué? —El autor se da una palmada en las piernas con ambas manos—. Me asombra la cantidad de necios que creen saber lo que es el amor y con estos comentarios demuestran que los que no tienen ni idea son ellos. —Su sonrisa irónica borra cualquier rastro de simpatía de su rostro y comienza a hablar indignado—: No han escrito ni dos frases juntas en su vida y piensan que saben más que un autor consagrado. Estoy seguro de que con mi siguiente novela callaré muchas bocas. —Niega con la cabeza y chasquea la lengua—. Es más, quiero que sepa todo el mundo que mi próximo libro me llevará al top de la novela romántica. Quizá hasta… —Aprieta los labios antes de exclamar con decisión—: ¡Quizá no, os aseguro que mi siguiente libro superará a cualquiera que haya escrito Danielle Steel!
El plató se sumerge en un silencio sepulcral. Incluso Jimmy parece sorprendido por esas declaraciones.
—Venga, Will, no te lo tomes tan en serio —dice en tono conciliador mientras deja las tarjetas en la mesa—. Solo son opiniones. Muy graciosas, he de añadir, pero opiniones al fin y al cabo. Además, todos sabemos que nadie puede superar el triángulo dorado de la novela romántica que forman Danielle Steele, Nora Roberts y Nicholas Sparks.
Anderson resopla molesto.
De pronto, la atmósfera parece haberse enfriado. Ya no queda rastro del buen rollo. El presentador cambia enseguida de tema. No puede dejar que el ambiente decaiga y que la audiencia se aburra y cambie de canal. Le hace a Will un par de preguntas más sobre el libro y le desea mucha suerte antes de despedirse de él y dar paso a la publicidad.
1
BECARIA (n.): Persona que adquiere experiencia a base de comerse marrones.
—¡Ay, Dios mío! ¡Este tío es gilipollas! —exclamé señalando el televisor.
—La verdad es que sí —dijo Suzu.
—¡No me puedo creer que haya dicho que su libro superará a los de Danielle Steel! —Negué con la cabeza y solté un resoplido—. Pero ¿quién se ha creído que es?
—¡Shhh! —Grace subió el volumen de la televisión justo cuando Jimmy le deseaba suerte a William con su nueva novela y daba paso a publicidad.
Nos quedamos con la vista clavada en la pantalla hasta que el escritor salió del plató. Luego, Grace apagó el televisor.
Apoyé las palmas de las manos en la moqueta que recubría el suelo de nuestro salón y me volví hacia la izquierda para comprobar si mis compañeras de piso tenían la misma cara incrédula que yo.
Suzu y Grace estaban sentadas en el sofá, detrás de la mesita en la que se encontraba lo que quedaba de nuestra cena. Como ya era tradición, cada domingo pedíamos algo y, después, veíamos la tele juntas.
Por segunda vez esa noche, Grace le dio un golpecito a nuestro incomodísimo sofá para indicarme que me sentase a su lado, a lo que yo volví a responder con una leve negación de cabeza. Prefería quedarme en el suelo, desde donde tenía un acceso privilegiado a los makis de salmón con aguacate.
—Las redes sociales están ardiendo —comentó Suzu al tiempo que deslizaba el pulgar por la pantalla de su teléfono—. La gente ya está diciendo que no piensa comprar su nuevo libro.
—No me extraña —respondí yo—. Ha dejado a los lectores de idiotas al decir lo de «No todo el mundo sabe apreciar un buen libro». —Intenté imitar la voz de William, pero en lugar de salirme su acento pausado y tranquilo, me salió un tono estridente que no se parecía en nada al suyo. Estaba demasiado indignada como para no hablar de carrerilla.
Grace soltó una risita y dijo:
—La verdad es que ese comentario ha sido bastante clasista, pero ha sido divertido ver cómo se ha ido mosqueando él solito hasta que ha explotado.
—Con el numerito de oler el libro se le ha ido la cabeza, ¿no? —Suzu apartó los ojos del móvil aguantándose la risa. A mí se me escapó una carcajada. Estaba segura de que ese momento se convertiría en meme—. Es que madre mía, es más teatrero que Grace.
Nuestra amiga agarró el cojín rosa que descansaba a su lado y golpeó con él a Suzu.
—A ese tío lo que le pasa es que se cree un genio porque llevan años haciéndole la pelota… —aseguré.
—Bueno, un poco genio sí que es —me interrumpió Suzu mientras se inclinaba para atrapar una gyoza de pollo—. Lleva dos meses viajando por el mundo y ya tiene un libro nuevo bajo el brazo. ¿Cuánta gente puede hacer eso?
Se metió la gyoza en la boca y me apuntó con los palillos en busca de una respuesta.
—Uno que nadie va a querer comprar —le recordé.
—Rachel, una cosa no quita la otra —me dijo Grace—. Estoy de acuerdo contigo en que acaba de quedar como un niño de cinco años con una rabieta, pero tienes que reconocer que algunas de sus respuestas han sido ingeniosas. Y que, gracias a él, nos hemos reído muchísimo. —Asentí porque eso era verdad. Nos habíamos tronchado de risa—. Además, a este tipo de programas no invitan a cualquiera.
Ante eso último, solté un bufido.
Era cierto que los escritores rara vez iban a los late shows. Esos espacios estaban reservados para actores y cantantes, pero yo tenía una teoría y la compartí con mis amigas:
—Le han invitado porque es joven y guapo.
—Y porque tiene talento —añadió Grace.
—Y éxito —puntualizó Suzu—. Le gusta a todo el mundo. Por eso es uno de los escritores más vendidos.
—Hay autores que venden más que él y no salen en la televisión. —Negué con la cabeza—. Hacedme caso: si este hombre fuese menos normativo, no se habría sentado en ese sillón.
—A ti lo que te pasa es que todavía le guardas resquemor por lo de la firma esa de libros. —Debí suponer que Grace sacaría el tema. Le encantaba recordarme uno de los episodios más vergonzosos de mi vida—. Pero aquí todas sabemos que lo admiras en secreto y que guardas sus libros bajo la cama.
—Uno: no guardo sus libros bajo la cama, los tengo en la estantería —contesté—. Y dos: ¿cómo voy a admirar a un señor que ha desaprovechado la oportunidad de promocionar su trabajo delante de millones de espectadores por culpa de su ego?
—Seguro que tienes su foto de autor dentro del armario. —Suzu se sumó a la iniciativa de reírse a mi costa.
—Sí, la tengo impresa en tamaño póster —ironicé, y se me escapó la risa a la vez que a ellas—. Y ahora, ¿podemos volver a lo que de verdad nos interesa? —pregunté poniéndome seria—.
Ese tío ha asegurado que su libro superará al de Danielle Steel.
Guardamos silencio unos segundos.
—Sabes qué significa eso, ¿verdad? —Grace me miró solo a mí.
—Sí. —Claro que lo sabía.
—Significa que estamos jodidas y que mañana será el peor lunes de toda nuestra vida —vaticinó Grace.
Yo me limité a tragarme otra pieza de sushi sin apenas masticar.
—El problema lo tiene David. Vosotras no —dijo Suzu.
—¡Qué fácil es decir eso cuando tu jefa es un ángel caído del cielo! —exclamó Grace.
Las tres trabajábamos en Evermore Publishers, una de las editoriales más grandes de Estados Unidos. Suzu era agente literaria en el Departamento de Derechos, y Mindy, su jefa, era todo lo que estaba bien en la vida.
Grace y yo estábamos en edición y no teníamos tanta suerte con nuestro superior.
—Yo solo me limito a recordaros que el problema de lo que ha dicho William es suyo y, en todo caso, de David, que para eso es su editor —agregó Suzu con determinación.
Sí.
Nuestro jefe era el editor de William Anderson, el autor que acababa de dejarse a sí mismo en evidencia en directo.
—Todos los problemas de David nos acaban salpicando —comenté con la boca pequeña.
—Tú no te preocupes por eso ahora. William es un autor muy grande —me dijo Grace—. Imagino que el marrón lo arreglará el propio David. Y, si te toca a ti, te puede venir hasta bien de cara a conseguir el ascenso.
Eso era verdad.
A diferencia de Grace, que era editora sénior desde hacía unos años, yo todavía era adjunta.
Era consciente de que para dar ese salto me quedaba, al menos, otro año de adjunta por delante. Pero eso no me había impedido mandarle a David el viernes anterior mi candidatura para el puesto que se quedaría vacante dentro de tres meses.
—No es por echar sal en la herida, pero mañana es el Blue Monday —informó Suzu—. Es lo único que es tendencia en las redes, junto a la cagada de William, que, por cierto, ya se ha hecho viral. Está en todos lados. —Volteó el móvil y nos enseñó un meme del autor que nos arrancó una carcajada.
La noche siguió con sobras de comida japonesa y las tres leyendo comentarios en Twitter hasta que nos dolió la tripa de tanto reírnos.
El revuelo y la tensión flotaban y se entremezclaban en el ambiente. Los jefazos estaban teniendo una «reunión de emergencia» para evaluar los daños que las declaraciones de William podían acarrear a la editorial. Grace, Suzu y yo nos habíamos enterado mientras esperábamos en la cola de Starbucks gracias al mensaje que Jared —un chico que trabajaba en marketing— le había mandado a Suzu.
Yo ya sabía que sería un lunes movidito, así que me alegré de haber hecho lo único que se podía hacer para salvar un día así: estrenar ropa para sentirme guapa, y añadir extra de sirope al café.
Grace y yo nos despedimos de nuestra amiga al salir del ascensor en la planta veintitrés con la promesa de reencontrarnos en la cocina. El Departamento de Derechos, donde trabajaba Suzu, estaba un piso más arriba. Según abrimos la puerta, nos recibió la sonrisa intranquila y el «Buenos días, chicas» de Alan, el recepcionista. Detrás de su mostrador se podía leer en gigante: EVERMORE PUBLISHERS. Rodeando el cartel en 3D estaban los libros más vendidos de la editorial, entre los que se encontraba la saga de William al completo y también algunas de las novelas románticas en las que yo había trabajado el año anterior.
Nos sorprendió ver que el equipo de marketing al completo ya estaba en su sitio. Grace y yo los saludamos y nos dirigimos a la mesa que compartíamos al fondo. La oficina era diáfana, de paredes y escritorios blancos y ventanales amplios.
Como siempre, fuimos las primeras de nuestro equipo en llegar. Los lunes solíamos entrar con un margen de treinta minutos para desayunar con tranquilidad antes de empezar la jornada. Una de las cosas buenas de la «cultura de empresa» estadounidense era que, todas las mañanas, la cocina estaba repleta de fruta, galletas, cereales, agua de sabores y zumo. Lo único mejorable del desayuno era el café. Nadie solía tomar el de la máquina expendedora porque lo que salía de ahí era agua sucia que olía tan mal que se bromeaba con que venía directamente del retrete.
Dejé el bolso en la silla, el café en la mesa y colgué el gorro y el abrigo mojados en el perchero. Por encima del sonido de la lluvia se oían los cuchicheos de los compañeros de marketing. Saqué el portátil, la agenda y el cuaderno del bolso, y lo coloqué todo en la mesa mientras esperaba a que Grace hiciera lo mismo con sus cosas.
Unos minutos después, nos encontramos con Suzu en la cocina. Atrapé una galleta con pepitas de chocolate de la cesta de la encimera y la dejé en la isla de mármol verde, al lado de mi móvil del trabajo.
—Me ha dicho Jared que los jefazos llevan dos horas reunidos. —Pese a que estábamos solas, Suzu nos lo contó en un susurro—. Los de marketing y comunicación recibieron un correo anoche y han tenido que entrar hoy a las siete. Al parecer, en cuanto acabe esa reunión, van a tener otra para ver cómo enfrentan este marrón y limpian la imagen de William.
Grace tenía razón.
El día se haría eterno y el mal rollo sería el rey del lunes.
Desvié la mirada y suspiré antes de darle un sorbo a mi caramel macchiato. Había hecho bien eligiendo un café cargado de nata y caramelo.
—¿Creéis que David estará sudando la gota gorda en la reunión? —preguntó Grace en voz baja.
—Sí —respondí en un murmullo.
—Nada que por otro lado no merezca. Aunque esta vez no haya sido culpa suya, eso no significa que… —Suzu se vio interrumpida por mi móvil, que se iluminó con una llamada entrante.
El estómago se me contrajo de manera desagradable.
¿Por qué me llamaba mi jefe si estaba reunido?
—Buenos días, David. —Según respondí, los dos pares de ojos de mis amigas se centraron en mí.
—Rachel. A mi despacho. Ya. —Fue todo lo que contestó con su característico tono demandante.
Ni siquiera me dio tiempo a decir «Enseguida voy» porque colgó.
Me guardé el móvil en el bolsillo de la americana rosa chicle y, cuando levanté la cabeza para mirar a mis amigas, solo les dije:
—Deseadme suerte.
Acto seguido, salí de la cocina.
Pasé por mi sitio para coger el portátil y me encaminé al despacho de David. No atravesé la oficina corriendo por el estruendo que armaban mis zapatos, pero anduve tan deprisa como pude.
Cuando llegué a su puerta, cogí aire.
Dos veces.
Quería que se me calmase la respiración antes de encararlo. Llamé con los nudillos y abrí la puerta en cuanto lo oí invitarme a pasar.
Mi jefe estaba sentado detrás de su escritorio. Parecía más serio que de costumbre.
—Buenos días, David.
Él me hizo un gesto con la mano para que ocupase uno de los asientos libres que estaban enfrente del suyo. Y eso fue lo que hice, después de dejar el café y el portátil sobre su mesa.
Si había una palabra que podía describir su despacho era «impersonal». En días nublados como aquel, las paredes blancas se sentían aún más frías y vacías. No había ni un solo objeto de decoración. Lo más llamativo era el ventanal que se encontraba tras él y que mostraba la hilera de rascacielos que componían Manhattan bajo un mar oscuro de nubes. El tiempo se había tomado a pecho eso del Blue Monday y nos había regalado una tormenta intensa.
—Acabo de salir del comité de emergencia. —Esos fueron los «buenos días» que me dio mi jefe con voz agria—. Asumo que, como el resto de la empresa, anoche viste el show de Jimmy Fallon. —Asentí sin verbalizar la respuesta y él fue directo al grano—. El resultado de la reunión es que pasas a ser mi adjunta en el nuevo libro de William.
«Por favor, que sea una broma».
—¿Qué? —pregunté con la esperanza de haber entendido mal.
Volver a ser su adjunta, ahora que llevaba algunos proyectos en solitario, suponía esforzarme muchísimo para que él se llevase todo el mérito.
—Buscabas tener una responsabilidad mayor, así que desde hoy te encargarás de editar la parte romántica de su novela. Después del patinazo de Will, ese libro tiene que ser perfecto. No sé si entiendes la gravedad del problema —añadió con acidez. Claro que lo entendía, prácticamente había llamado tontos a los lectores en la televisión nacional—. Los ánimos están enfurecidos y nadie va a querer pagar por su libro. Que se pierda confianza en él como autor supondría pérdidas millonarias para la editorial. Y creo que no hace falta que te explique que es uno de los escritores que más facturan.
—Lo sé.
Era más que obvio. Su cara aparecía en todas partes: en el banner de la página web de la editorial, en el escaparate de la librería de la esquina e incluso en el metro.
Durante los segundos que permanecimos en silencio recordé uno de los momentos más bochornosos de mi vida laboral, que había tenido lugar meses antes. Al terminar de leer el manuscrito de El legado de las estrellas, el último libro de William, le sugerí a David que revisáramos la parte romántica porque cojeaba bastante. La respuesta de mi jefe fue rotunda y fulminante: «Pero ¿tú sabes quién es William Anderson? Este autor no deja que le modifiquemos ni una coma. ¿Cómo puedes siquiera pensar que aceptará correcciones en la trama romántica? Y más viniendo de una persona con tan poca experiencia». Quise contestarle, pero él me cortó con un gesto de la mano antes de que pudiera explicarle las mejoras que creía necesarias.
Y eso era lo único en lo que podía pensar en aquel momento. Si aceptaba ser su adjunta, vendrían meses de quebraderos de cabeza. Trabajar con William sería como chocarse con una pared. Jamás aceptaría mis correcciones. Y si por casualidad se alineaban los astros y conseguía que me hiciese caso, existía la posibilidad de que mi jefe se llevase el mérito otra vez, aunque tampoco parecía que David me estuviese dando elección.
Él debió de darse cuenta del rumbo que estaban tomando mis pensamientos y me sacó de ellos cuando dijo:
—Sé que es una tarea difícil, pero he pensado en ti porque el trimestre pasado tus buenos resultados se vieron reflejados en romántica.
Me habría tomado el comentario como un halago si no lo hubiera estropeado al añadir:
—Yo no tengo ni idea, los sentimientos son cosa de mujeres, así que tienes que encargarte tú. —Hizo un gesto desdeñoso con la mano, como si quisiese huir de cualquier cosa relacionada con el tema.
Me quedé muda de la impresión. Era increíble que en pleno siglo veintiuno hubiese gente con esa mentalidad.
—Y, por favor, no te lo tomes como un retroceso, sino como una oportunidad de lucirte —prosiguió—. William es un autor muy importante, sacar su libro adelante te dará una mayor visibilidad de cara al ascenso.
«¿Cómo?».
—Todavía no he respondido al correo que me mandaste el viernes. Estás interesada en cubrir la vacante que va a dejar Elizabeth, ¿verdad? —Él endureció la mirada y yo asentí—. Los dos sabemos que tienes poca experiencia para ser editora sénior, pero, si me demuestras que este proyecto no te viene grande, te garantizo que el puesto será tuyo. Además, como confío en que harás un buen trabajo, me encargaré personalmente de sugerirle a Linda en la reunión de esta tarde que empecemos ya con los trámites de tu Green Card.
Levanté las cejas sorprendida. Y eso fue un error garrafal, porque David vio como mis ojos se convertían en estrellas doradas. La emoción se adueñó de mi expresión como si hubiese ganado un millón de dólares en el Bellagio de Las Vegas.
Mi jefe no solo me estaba ofreciendo el trabajo de mis sueños, también me estaba poniendo en bandeja… ¡la residencia permanente en Estados Unidos!
Desde que llegué cuatro años atrás con mi visa de estudiante y después, cuando pasé a una de trabajador especializado, mi estancia siempre había estado ligada a la visa, y esta a mi trabajo. Lo que significaba que, si me quedaba sin empleo, tendría que volver a España… A no ser que tuviese la Green Card.
El proceso para conseguir la residencia permanente podía alargarse dos años. Mi visa de trabajo tenía una duración de tres y ya había consumido uno. Así que, a la larga, o me renovaban el visado por tres años más y agotaba el límite permitido o la empresa me patrocinaba la Green Card.
La primera vez que escuché eso de «patrocinar visados» me acordé de los patrocinadores de Los Juegos del Hambre. Dada la circunstancia que me tocaría vivir, podría decirse que me sentía un poco como Katniss a las puertas de la arena, aunque mi pelea por la supervivencia sería contra un escritor con la cabeza del tamaño del iceberg contra el que se estrelló el Titanic.
Batallar contra William sería difícil, pero no pensaba rechazar una oportunidad así.
Había trabajado durísimo para llegar hasta ahí y no dejaría que un tío que vivía en las nubes me impidiese conseguir mi objetivo.
Haría un buen trabajo, salvaría el libro, David y Linda estarían orgullosos, conseguiría el puesto y la Green Card, y colorín colorado, este cuento se habría acabado.
—Ya sabes que el trato con William suele ser por correo —continuó diciendo mi jefe—. Siempre se va a escribir a Carmel by the Sea, así que no tendrás que lidiar mucho con él en persona. —David hablaba mientras tecleaba en su portátil—. Le he mandado un correo hace un rato para explicarle la situación. Voy a enviarle otro y te voy a poner en copia para que, de ahora en adelante, trabajéis juntos. Cuento contigo, ¿verdad, Rachel?
Asentí con firmeza y me obligué a mantener las comisuras de la boca en su sitio. Ya había dado demasiadas muestras de lo mucho que me alegraba por la oferta de la residencia y el puesto de editora. Si daba más pistas, David me encasquetaría más marrones.
—Sabía que eras una niña inteligente —comentó con su condescendencia habitual. Seguidamente, descolgó el teléfono y llamó a su asistente personal—: Ava, llama a Recursos Humanos y pídeles que retiren la oferta de editora de la página web porque… —David hizo una pausa y me miró por encima de los cristales de sus gafas de ver—. De momento, no necesitamos cubrir esa vacante.
«¿De momento?».
Dos palabras y una advertencia implícita.
Antes de que me diese tiempo a decir nada más, la puerta del despacho se abrió de golpe y dio paso a un hombre con cara de pocos amigos.
Por supuesto.
William Anderson era de los que entraban sin llamar, como si de su propia casa se tratase.
—¡David! ¿Qué cojones de mail es ese que…? —Se calló al darse cuenta de que mi jefe no estaba solo.
William parecía sorprendido por mi presencia.
Yo también lo estaba por la suya. No esperaba verlo en persona. Los autores como él usaban las salas de reuniones de la última planta siempre que iban a la editorial y nunca se cruzaban con nadie. Ese era uno de los privilegios que te otorgaba el estatus de «celebridad».
—Buenos días, William. —David se levantó y yo lo imité. Era increíble la rapidez con la que mi jefe cambiaba su voz arisca por una cordial según quién estuviese delante—. Esta es Rachel García, tu nueva editora adjunta —apuntó señalándome.
«¡Esa eres tú! ¡Te acaban de pasar la patata caliente!».
—Buenos días, señor Anderson. —Me adelanté y le tendí la mano.
Él apartó la mirada del rostro de mi jefe y la centró en mí. Sus ojos vagaron desde la raíz de mi cabello hasta mis zapatos de Zara, deteniéndose en mi colgante en forma de corazón. Su escaneo fue tan rápido que no supe si me lo había imaginado.
William observó mi palma abierta un instante y respiró hondo. «¿De verdad está sopesando si darme la mano?».
Los segundos que tardó en acercarse y estrechármela se me hicieron eternos. Tenía la piel suave y los dedos largos.
—Buenos días, señorita García —contestó William entre dientes. Parecía haberle costado un triunfo hablar calmado.
Cuando me soltó, se dirigió a mi jefe.
—David, no entiendo a qué viene el mail que me has enviado. Yo trabajo solo. Ya lo sabes.
Su voz sonaba más rasposa que en la televisión. Y su manera de hablar tranquila, típica de California, me puso la piel de gallina. Aunque debajo de esa calma se apreciaba un tono bastante borde.
—Will, ¿por qué no te sientas? —David señaló la silla libre—. Justo estaba terminando de contarle a Rachel cómo vamos a trabajar a partir de ahora.
William se pasó la mano por la cara y entonces me di cuenta de las gotas de lluvia que adornaban su pelo y su americana beis. Luego se pasó la misma mano por la tela para secársela sin éxito.
Mi jefe extendió un pañuelo en su dirección. William se adelantó con un suspiro y lo cogió sin miramientos. Se secó como pudo el rostro, hizo una bola con el papel y lo lanzó a la papelera.
En persona era más alto de lo que parecía en pantalla. Debía de rondar el uno noventa. Yo medía uno setenta y dos, y pese a que llevaba tacones, él me sacaba un trecho considerable.
—Sentaos, por favor —nos pidió David.
Yo obedecí al tiempo que William retrocedía para cerrar la puerta. Sentí una ráfaga de aire cuando se quitó la chaqueta y la colgó en el respaldo de su asiento. Seguidamente, arrastró por el suelo con un chirrido la silla contigua a la mía. Se sentó y lo primero que hizo fue soltar un resoplido. Lo miré y vi que tenía los ojos clavados en mi vaso de Starbucks.
—Típico —masculló por lo bajini. Negó con la cabeza y puso una sonrisita incrédula.
La sangre se me congeló en las venas.
«¿Me está juzgando por beber café de Starbucks?».
No me dio tiempo a sopesar la respuesta porque mi jefe empezó a explicarle lo que, instantes antes, me había contado a mí, omitiendo el detalle de que yo arreglaría el problema a cambio de un ascenso. Mientras hablaba, me forcé a no apartar los ojos de sus gafas de ver. Fue curiosa la elección de palabras que usó con él respecto a mí, porque consiguió que la manzana envenenada pareciera un puñado de fresas recubiertas de chocolate a las que era imposible decir que no.
Cuando David se calló, el silencio reinó en su despacho durante tres segundos exactos. Lo sé porque los estuve contando. Igual que había contado todos y cada uno de los resoplidos que había soltado William desde que había entrado, y ascendían a trece.
—La respuesta es no —soltó con aplomo el hombre que tenía a la izquierda—. No necesito la ayuda de nadie.
Hasta cierto punto, podía entenderlo. William había triunfado muy joven y estaba acostumbrado a los halagos y a trabajar a su aire. Sin duda, la fama se le había subido a la cabeza. Yo ya lo sospechaba, pero su actuación de la noche anterior en el programa y el tono intransigente que acababa de utilizar lo demostraban.
Estaba cansada de que la gente usase ese tonito conmigo, de que me llamasen «niña» y también de tener que morderme la lengua para mantener mi puesto. Era una mujer de veintiséis años que llevaba tres trabajando en el mundo editorial. Estaba perfectamente capacitada para el trabajo y merecía el mismo respeto que los demás. Pero todavía había personas —y por personas me refiero a compañeros de trabajo mayores que yo y a otros escritores— que me trataban como si fuese una cría. En aquel momento no tenía claro si ese trato despectivo tenía que ver con que era mujer, con que era joven o con ambas cosas.
«Mantén el pico cerrado, porque tu Green Card está en juego», me recordé.
—Will… —empezó David.
—No necesito la ayuda de una becaria, David.
Me envaré en la silla.
Quería hacerle caso a esa vocecita que me pedía que no contestase, pero me poseyó una fuerza invisible.
—No soy becaria. Soy editora —lo corregí con firmeza.
Y, aunque me moría por dedicarle una mueca de superioridad como la que él había puesto instantes antes, no lo hice.
Tampoco le llamé gilipollas. Merecía un premio por mi autocontrol.
William torció el cuello en mi dirección casi a cámara lenta. Sus labios formaban una línea fina y su expresión parecía decir «¿Cómo coño te atreves a contestarme?».
No sé si fue su cercanía o la adrenalina que todavía recorría mi cuerpo, pero cuando sus ojos se encontraron con los míos no pude apartar la vista.
Y, entonces, me di cuenta de dos cosas.
Sus ojeras eran más evidentes que la noche anterior, es probable que por la ausencia de maquillaje.
El color de sus ojos era otra cosa que no se apreciaba a través de la pantalla y, sin duda, las fotografías que había visto no le hacían justicia. Estaban a medio camino entre el verde y el azul, con la peculiaridad de que tenía heterocromía parcial y casi un tercio de su iris derecho era marrón. Descubrir eso me dejó un poco impactada.
Él entrecerró los ojos y me dedicó una mirada ácida antes de volverse hacia mi jefe ignorándome por completo.
—David, no sé qué clase de broma es esta, pero no cuentes conmigo. —William se levantó y se puso la americana—. Tengo un libro que escribir y no voy a perder el tiempo con una niñera que no necesito.
Apreté el puño derecho por debajo de la mesa.
La mirada de mi jefe me dejó claro que más me valía callarme si quería conseguir lo que me había prometido.
—Mira, Will, voy a ser sincero contigo —empezó David—. Has metido a la editorial en un buen lío al anunciar públicamente que vas a escribir una novela mejor que cualquiera de Danielle Steel. —El tono amenazante que se escondía detrás de su cara conciliadora me puso los pelos de punta—. Esta mañana he tenido que llamar a su agente y disculparme en tu nombre para que nadie echase más leña al fuego.
—¿Que has hecho qué? —Un atónito William volvió a sentarse.
«Pobrecito. Está acostumbrado a estar entre algodones y no sabe que en el mundo real existe una cosa que se llama “pedir perdón”».
—Lo que dijiste nos ha generado mucha presión y estamos en el punto de mira de los medios. Creo que no eres consciente del daño que hiciste con el comentario sobre los lectores… Es un fuego enorme que debemos apagar… La gente está enfurecida…
Así que haz el favor de colaborar. Rachel —me señaló con la mano— es una profesional excelente que entiende los intereses de la empresa y que sacará el mayor partido a tu siguiente novela.
Por el rabillo del ojo vi a William frotarse la cara.
—Estoy seguro de que os entenderéis muy bien y de que juntos sacaréis adelante un gran libro que se acabará convirtiendo en ese top ventas que prometías anoche —terminó David en un tono que dejaba claro que no podíamos elegir.
A mi lado, William soltó un resoplido eterno.
«Y, con ese, el número de soniditos de indignación asciende a catorce», me mofé internamente.
—Sabía que lo entenderías —le dijo David.
—Al parecer, no tengo elección.
—Mándale a Rachel todo lo que tengas cuando puedas —le pidió, y él asintió—. Rachel —David me miró—, puedes seguir con tus tareas de hoy.
Que me despachase así me sentó como una patada en el estómago.
Me levanté.
—David. —Le hice un gesto de cabeza a mi jefe antes de volverme hacia William para mirarlo desde arriba—. Señor Anderson.
—Señorita García —me respondió William con otro asentimiento—. Un placer conocerla.
—Lo mismo digo. —Le dediqué una sonrisa falsa, a la que él correspondió con una mirada escéptica, y recogí mis cosas.
Salí del despacho con las emociones a flor de piel. Me sentía ofendida por tantas cosas que no sabía ni por dónde empezar la lista. Y tampoco sabía con quién estaba más enfadada.
Dejé el portátil en mi sitio y regresé a la cocina mientras le daba vueltas a una palabra.
BECARIA.
William Anderson me había llamado «becaria» de manera despectiva. Con un tono que dejaba claro que los becarios eran indignos de respirar el mismo aire que él. «Maldito tirano déspota».
Con lo que había luchado yo por llegar hasta donde estaba… Como para dejar que un autor con aires de diva viniese a tratarme así.
Hacía tres años que había entrado en la editorial como becaria y no me avergonzaba de ello. Los becarios trabajaban igual o más que el resto y, por lo general, no tenían ni voz ni voto. Tampoco reconocimiento y, por si eso fuera poco, se encargaban de tareas tediosas que nadie más quería hacer. Por no añadir que, en esa época, una de mis tareas era llevarle el café a David.
Con la subida a editora adjunta de hacía dos años, gané el derecho a la palabra en las reuniones del departamento. Y esperaba que el futuro ascenso a editora me trajese el reconocimiento al mérito por mi trabajo del que, en más de una ocasión, David se había apropiado. Los últimos libros los había editado sola y habían salido genial, y ahora, en un giro dramático de los acontecimientos, volvía a caer bajo su yugo.
La vida era injusta.
Por si tuviera poco trabajo, ¿iba y me encasquetaba a Anderson? Un tío que, en cuestión de minutos, había dejado claro que era un clasista que no quería trabajar conmigo y que me había juzgado por tomar café de Starbucks.
Entré en la cocina sin mirar y vacié el vaso en el fregadero sin darme cuenta de que mis amigas seguían en el mismo sitio en que las había dejado.
—¿Qué haces? —Oí la pregunta alarmada de Grace—. ¿Por qué estás tirando seis dólares de tu café favorito a la basura?
—¿Qué ha pasado? —preguntó Suzu preocupada.
—Necesito un Aperol, una cerveza…, lo que sea —puntualicé mientras abría la nevera que tenía detrás. Resoplé frustrada al ver que solo había botellas de zumos y kombuchas.
—Cariño, son las nueve y media de la mañana. Y estamos en la oficina —dijo Grace a mi espalda—. No hay alcohol.
Observé mi vaso vacío un segundo, lo tiré a la papelera y me acerqué con decisión a la máquina expendedora de café. Pulsé el botoncito del capuchino y arrugué la nariz al oler el líquido negruzco y humeante que salió.
—No irás a beberte ese veneno, ¿verdad? —Esa vez fue Suzu la que habló—. Ese café no lo quieren ni las ratas del metro.
Le di un trago y contuve una arcada.
Estaba asqueroso.
—Trae, anda. —Grace me quitó el vaso y lo tiró a la basura. Luego cogió una taza del armario y volcó la mitad de su frapucchino dentro.
Acepté la taza, le di un sorbito y suspiré.
Me encantaba el café de Starbucks.
Era un hecho.
Y no pensaba avergonzarme ni pedir perdón por ello.
—Podríamos ir luego a la happy hour delViva Verde —propuse segundos después—. Necesito un margarita.
Me callé porque entraron varias compañeras. Después de saludarlas, conduje a mis amigas hasta el baño. Una vez que me hube asegurado de que no había nadie dentro, me sinceré con ellas.
—David me ha ofrecido el puesto de editora y la Green Card a cambio de ser su adjunta en el libro nuevo de Anderson. Y no os lo perdáis…, el gilipollas de William acaba de llamarme «becaria» delante de David. Así que necesito un margarita para criticarlo y quedarme a gusto.
—Espera. —Suzu parecía sorprendida—. Has dicho que… ¿te ha ofrecido la Green Card?
Asentí y Grace soltó un gritito.
—¡Claro que vamos a ir a la happy hour, pero para celebrar lo de tu residencia! —exclamó Grace emocionada.
—Rachel, la Green Card… —insistió Suzu.
—Lo sé. —Asentí, y una pequeña sonrisa empezó a asomar en mi rostro.
Conforme ellas se abalanzaron sobre mí para abrazarme, mi enfado pasó a un segundo plano. En aquel momento me fastidiaba un poco menos tratar con Anderson. Porque lo único que importaba era que estaba un paso más cerca de conseguir aquello con lo que llevaba años soñando.
2
ADJUNTA (adj.): Persona de la que necesito librarme a toda costa.
—¿Puedo ofrecerle algo de beber, señor Anderson? —La voz de la azafata me sacó de mis cavilaciones.
Podría pedirle un whisky doble con hielo y saborearlo mientras los pasajeros de turista terminaban de embarcar, pero quería mantener la mente despejada para trabajar sobre mi manuscrito.
Por eso me limité a decir:
—Una botella de agua, por favor.
La mujer me dedicó una sonrisa amable antes de asentir y darse la vuelta. Tras quedarme solo volví la vista al móvil para leer el correo que acababa de recibir.
De: rgarcia@evermorepublishers.com
Para: william@anderson.com
Fecha: 16 enero 13.32 Asunto: Nuevo proyecto editorial Buenas tardes, señor Anderson:
Como le ha comentado David esta mañana, desde hoy soy su nueva editora adjunta.
Estoy deseando empezar a trabajar con usted. Si le parece, podemos reunirnos esta semana, así me cuenta de qué trata su nueva novela y qué estimación tiene para la fecha de entrega.
Quedo a la espera de su respuesta.
Atentamente,
Rachel García
Editora adjunta de Evermore Publishers
Resoplé irritado. Solo hacía dos horas que me había marchado de la editorial. ¿De verdad la señorita García no podía esperarse ni un día para escribirme?
Y, por favor…, ¿quién coño se creía eso de que estaba deseando trabajar conmigo?
¿Se le había olvidado que había visto su cara de fastidio en el despacho de David?
Ella tenía tan pocas ganas de trabajar conmigo como yo de hacerlo con ella. De hecho, mientras David me vendía la idea de que, por el bien del libro y de la editorial, necesitaba la ayuda de la señorita García, ella no había parado de juguetear con su colgante. Parecía tan incómoda como yo.
Me repantigué aún más en el asiento de primera clase. Siempre me cogía el último individual del lado derecho. Antes de que me diese tiempo a sacar la bandeja, la azafata ya estaba de vuelta.
Me dio una servilleta, un vaso con hielo y la botella de agua.
—¿Quiere que le traiga la prensa?
—No, gracias.
Ella esbozó otra sonrisa cortés y se retiró.
Aquella mañana había leído las noticias por encima y me había topado con unos cuantos titulares desagradables.
«El famoso escritor William Anderson enfurece a los lectores con sus duras declaraciones: “No todo el mundo sabe disfrutar de un buen libro”».
«William Anderson asegura que su nueva novela superará a cualquiera que haya escrito Danielle Steel».
«Anderson responde a las críticas: “Me asombra la cantidad de necios que creen saber lo que es el amor”».
Seguía sin entender las críticas que había recibido mi libro.
Había escrito un best seller y eso no lo decía yo, lo demostraban los datos de ejemplares vendidos. No era mi problema que hubiese gente que no supiese apreciar el arte.
Pero no era gilipollas.
Era consciente de que me había dejado llevar al asegurar que mi siguiente libro me llevaría al top del romance y me faltaba lo básico para que eso pasase:
LA PUÑETERA TRAMA ROMÁNTICA.
En ese momento mi móvil pitó varios mensajes de mi hermano:
Después de contestarle cometí el error de entrar en Instagram. Tenía cientos de mensajes pendientes. La mayoría rondaban en torno a la misma idea: «¿Crees que vamos a seguir comprando tus libros después de que nos hayas insultado?», acompañados de palabras malsonantes.
Como siempre, también había otro tipo de mensajes que incitaban a lo contrario: «Nadie entiende tu libro y es una maravilla. Will, siempre tendrás un hueco en mi estantería y en mi cama también».
Salí de Instagram y le di un trago a mi botella de agua.
Quizá no era tan mala idea eso de pedir un whisky.
El malestar de mi estómago por los mensajes de las redes se juntó con la indignación que me había provocado el correo de la señorita García.
Querían ponerme a trabajar con una editora adjunta.
A mí.
Yo escribía solo.
David nunca me hacía sugerencias. Mis historias apenas necesitaban correcciones ni edición. Llevaba siete años publicando libros y todo había ido de maravilla. ¿Por qué debería cambiar mi método de trabajo ahora?
Horas antes, al verla en el despacho de David, me había quedado con el final de la frase atascada en la garganta. La cara de la señorita García me había resultado vagamente familiar. Durante unos segundos buceé por mis recuerdos en su busca, pero no la encontré. Supuse que me la habría cruzado alguna vez por la editorial.
Le había hecho un escáner completo. La chica desprendía naturalidad. Tenía un rostro bonito. Sus ojos color café eran varios tonos más claros que su cabello marrón oscuro. No iba muy maquillada y su americana, de un rosa chillón, no parecía muy cara.
Me había fijado en cómo la lluvia le había ondulado las puntas de la melena encrespada a la altura del pecho, en el colgante en forma de corazón que llevaba y en su tono de voz cálido al darme los buenos días.
Cuando reparé en su vaso de Starbucks y en la pegatina de su portátil, en la que ponía «editora guay», me di cuenta de que era un cliché con piernas. Lo último que necesitaba era que me pusiesen a una repipi como ella al lado. Por eso decliné la oferta de mi editor y solté lo primero que me vino a la cabeza: «No necesito la ayuda de una becaria».
Mi comentario debió de ofenderla.
La determinación que vi en su mirada cuando me contestó me descolocó un poco, pero no me amedrentó.
Cuando se fue, David me contó las mil y una hazañas de la chica que había colocado no sé cuántos libros en el top de la romántica. Me alegraba saber que la señorita García había dado varios pelotazos seguidos. Seguro que era una gran profesional y que sería útil para aquellos que necesitasen su ayuda, pero ese no era mi caso.
Con un suspiro eterno, desbloqueé el móvil para contestarle antes del despegue.
De: william@anderson.com
Para: rgarcia@evermorepublishers.com
Fecha: 16 enero 13.41
Asunto: Re: Nuevo proyecto editorial Buenas tardes, señorita García:
Lamento comunicarle que no podré ir a la editorial, acabo de coger un vuelo rumbo a California. No creo que vuelva a Manhattan hasta dentro de unos meses.
¡Que tenga un buen día!
Un saludo,
William Anderson
Tan pronto como contesté, puse el modo avión. Lo que más me apetecía era volver a mi lugar seguro, desconectar del mundo y centrarme en mi novela.
Al llegar, seis horas después, seguí las indicaciones de las conexiones. Tenía una hora para coger el vuelo que me llevaría de San Francisco a Monterrey. Conecté los datos del móvil y descubrí otro correo suyo.
De: rgarcia@evermorepublishers.com
Para: william@anderson.com
Fecha: 16 enero 14.02
Asunto: Re: Re: Nuevo proyecto editorial
Buenas tardes otra vez, señor Anderson:
No se preocupe por no estar en Manhattan. Podemos reunirnos por videollamada. Tenemos una diferencia horaria de tres horas, pero estoy segura de que encontraremos un hueco que nos venga bien a ambos. El jueves no tengo ninguna reunión programada. Si le va bien, puedo enviarle una convocatoria de Teams.
Quedo a la espera de su respuesta.
Por favor, no dude en escribirme si necesita algo.
¡Que tenga un buen vuelo! :)
Atentamente,
Rachel García
Editora adjunta de Evermore Publishers
Entrecerré los ojos al leer su última frase.
¿Una carita sonriente? ¿Por qué intentaba ser maja conmigo? La señorita García y su táctica de caerme simpática no me convencerían de que era buena idea trabajar juntos.
No tenía intención de reunirme con ella, ni en persona ni online. Me dije a mí mismo que ya le respondería más tarde. Total, en Nueva York ya eran las ocho de la tarde y ella ya no estaría trabajando.
Dios, estaba muerto. Lo único en lo que podía pensar era en llegar a CarmelbytheSea, a mi casa, con mi gato y pedir algo para cenar antes de desplomarme sobre la cama y dormir hasta que no quedase rastro de jet lag.
Me llevó unos días aclimatarme a estar en casa y volver a establecer los horarios de rutina que tenía antes. En cuestión de días había pasado por tres husos horarios distintos y todavía no estaba cien por cien inmerso en el horario californiano.
Tres días fueron los que tardé en volver a recibir noticias de mi editora adjunta.
De: rgarcia@evermorepublishers.com
Para: william@anderson.com Fecha: 19 enero 06.12
Asunto: ¿Nos vemos?
Buenos días, señor Anderson:
Espero que llegase bien a California. Como le comenté, hoy tengo el día despejado y podría reunirme con usted. Si le va mal, podemos buscar otro momento.
Un cordial saludo,
Rachel García
Editora adjunta de Evermore Publishers
Rodé sobre el colchón hasta quedarme bocarriba y suspiré mientras mi mente se deshacía del sueño.
No era un hombre al que le costase salir de la cama. Como cada mañana, abrí la ventana y estiré el nórdico. Después de pasar por la ducha, me vestí con unos vaqueros y una camiseta negra. No era mi estilo eso de quedarme todo el día escribiendo en pijama.
Bajé las escaleras y fui a la cocina para prepararme el desayuno de siempre: café y una tostada con mantequilla de cacahuete y rodajas de plátano. Me senté en el taburete que estaba frente a la isla y desayuné mientras leía Trenza del mar Esmeralda, el último libro que había sacado Brandon Sanderson.
Cuando terminé, subí a mi despacho con la taza de café. Lo primero que hice cuando levanté la tapa del portátil fue comprobar que, cuatro días después, mi aparición en el programa seguía generando polémica. Por eso hice lo que me había indicado el equipo de marketing de la editorial: mantenerme al margen y no contestar ningún mensaje.
Seguidamente releí el correo de la señorita García. Había sido simpática y no quería hacerla esperar ni tampoco olvidarme de contestarle, como me ocurrió con su último correo. Llevaba días centrado en añadir una trama romántica a las cien páginas que tenía escritas de mi nueva novela. Quería dedicar el día entero a escribir y no pensaba perder el tiempo con videollamadas innecesarias.
De: william@anderson.com
Para: rgarcia@evermorepublishers.com
Fecha: 19 enero 07.01
Asunto: Re: ¿Nos vemos?
Buenos días, señorita García:
El vuelo fue bien. Gracias por preguntar.
Desafortunadamente, hoy no tengo disponibilidad para hablar con usted.
Un cordial saludo,
William Anderson
Luego abrí el programa de escritura y activé el modo concentración. Con ello, lo único que vería en la pantalla sería el texto sobre el que estaba trabajando y evitaría distracciones.
Mi segunda semana en Carmel comenzó con otro correo de la señorita García.
De: rgarcia@evermorepublishers.com
Para: william@anderson.com
Fecha: 23 enero 07.02
Asunto: Disponibilidad para reunión
Buenos días, señor Anderson:
¿Qué tal? Espero que haya pasado un buen fin de semana.
Me gustaría que nos sentásemos a charlar sobre el manuscrito.
¿Cómo lo tiene esta semana para reunirnos?
Un saludo,
Rachel García
Editora adjunta de Evermore Publishers
Resoplé molesto. Parecía que esa mujer no se daría por vencida con facilidad. Le contesté por la tarde, pasadas las tres. Así, con la diferencia horaria, la pillaría fuera de la editorial y, con suerte, no leería mi respuesta hasta el día siguiente.
De: william@anderson.com
Para: rgarcia@evermorepublishers.com
Fecha: 23 enero 18.14
Asunto: Re: Disponibilidad para reunión Buenas tardes, señorita García:
Acabo de leer su email. Estoy inmerso en el proceso creativo y apenas miro el correo. Me encantaría hablar con usted, pero esta semana voy a estar bastante liado. Estoy inspirado y quiero dedicarle cada segundo del día al manuscrito.
Un saludo,
William Anderson
No me equivoqué.
Ella no me respondió esa tarde.
Pero antes de irme a dormir supe que al día siguiente me despertaría con otro correo suyo.
De: rgarcia@evermorepublishers.com
Para: william@anderson.com
Fecha: 24 enero 06.42
Asunto: Re: Re: Disponibilidad para reunión Buenos días, señor Anderson:
¡Me alegra mucho saber que está tan inspirado! Ya que no podemos reunirnos esta semana tampoco, ¿le importaría avanzarme la trama del libro? ¿Quién protagoniza la novela? ¿Quién es el interés amoroso?
Ayer ya estaba fuera de la oficina, por eso no le contesté. Le puedo dar mi número de móvil del trabajo; así, si tiene cualquier asunto urgente, puede escribirme un mensaje.
Muchas gracias.
Rachel García
Editora adjunta de Evermore Publishers
«¡Ja! Va lista si cree que voy a darle mi número de teléfono a cambio del suyo».
Dejé el móvil sobre la mesilla y, siguiendo mi táctica del día anterior, no le respondí hasta entrada la tarde.
De: william@anderson.com
Para: rgarcia@evermorepublishers.com
Fecha: 24 enero 18.24
Asunto: Re: Re: Re: Disponibilidad para reunión Buenas tardes, señorita García:
El libro en el que estoy trabajando es la precuela de La Furia de las Estrellas. Es un libro ambientado cien años antes. Le recomiendo encarecidamente que lea la saga entera antes de sentarnos a charlar. De lo contrario, nuestra reunión sería contraproducente y perdería mucho tiempo explicándole el sistema de magia.
Reciba un cordial saludo, William Anderson
P. D.: Si le surgen consultas leyendo, no dude en contactar conmigo, estaré encantado de resolvérselas por email.
Se me escapó una carcajada al pulsar «enviar». Mis libros eran largos y, si los compaginaba con su jornada laboral, tardaría dos o tres semanas en leerlos. Por lo que era lógico pensar que mi bandeja de entrada y yo recibiríamos el descanso de correos electrónicos que merecíamos.
Sin embargo, su siguiente correo de «buenos días» me hizo darme cuenta de que la había subestimado.
De: rgarcia@evermorepublishers.com
Para: william@anderson.com
Fecha: 25 enero 06.04
Asunto: Re: Re: Re: Re: Disponibilidad para reunión
Buenos días, señor Anderson:
¿Está escribiendo la historia de Nora? ¡Qué bien! Es un personaje con mucha fuerza, ya lo sospeché en el capítulo treinta de La llama morada, cuando Willow le cuenta a Rhiannon el origen de la magia.
Solo me surgen dos preguntas:
¿Quiénes son el resto de los personajes?
¿Y cuál será la trama romántica?
Por otro lado, tenemos que fijar una fecha de entrega. ¿Cuándo cree que podrá tener el manuscrito terminado?
Un saludo,
Rachel García
Editora adjunta de Evermore Publishers
P. D.: No se corte a la hora de darme detalles.
Parpadeé confuso y me incorporé en la cama.
No solo se había leído la saga, sino que me daba la información necesaria para que supiese que decía la verdad. Por primera vez en mi vida no se me hinchó el pecho de júbilo al saber que alguien había leído mis novelas. En su lugar, sentí una mezcla de incredulidad y enfado. Había querido darle en las narices y me había rebotado. Me quedé tan estupefacto que no supe qué contestar en un primer momento y, al final, me olvidé de hacerlo.
Mis días en California eran una sucesión de escribir, beber café y hacer deporte. Creía que volver a sumergirme en mi rutina me ayudaría a conectar con el manuscrito, pero las ideas no fluían como de costumbre. Cuando se me ocurría una buena, algo se removía dentro de mí. Esa chispa que se adueñaba de mis dedos hacía que no pudiese dejar de teclear hasta que plasmaba en el documento todo lo que quería. Y, por mucho que me doliese admitirlo, hacía tiempo que eso no ocurría.
En eso estaba pensando cuando reapareció otro de sus correos.
De: rgarcia@evermorepublishers.com
Para: william@anderson.com
CC: djonson@evermorepublishers.com
Fecha: 26 enero 15.24
Asunto: Re: Re: Re: Re: Re: Disponibilidad para reunión
Buenas tardes, señor Anderson:
Espero que esté bien.
¿Le importaría enviarme el manuscrito?
Me gustaría leer lo que lleva escrito, así podremos valorar juntos las correcciones que sean necesarias. Es importante comprobar que estamos alineados en cuanto a los objetivos que queremos conseguir con esta novela.
He hablado con David y necesitamos saber ya una fecha estimada de entrega. Así que, por favor, indíqueme qué día de la semana que viene puede reunirse conmigo.
Un saludo,
Rachel García
Editora adjunta de Evermore Publishers
Me di un par de golpecitos en la frente con el bolígrafo y me reí yo solo en mi despacho. Rachel había puesto a su jefe en copia.
Ya que parecía que no me libraría de ella ni con agua caliente, decidí enviarle lo que tenía escrito. De esa manera, David y ella se darían cuenta de que mi nueva novela era tan buena que podría prescindir de su ayuda.
De: william@anderson.com
Para: rgarcia@evermorepublishers.com
CC: djonson@evermorepublishers.com
Fecha: 26 enero 15.25
Asunto: Re: Re: Re: Re: Re: Re: Disponibilidad para reunión
Buenas tardes, señorita García:
Le adjunto lo que llevo escrito. Por mi parte, podemos reunirnos cuando quiera.
Reciba un cordial saludo,
William Anderson
Le envié el correo y sonreí victorioso. Sin darse cuenta, acababa de ponerme en bandeja de plata la posibilidad de deshacerme de ella. Estaba tan confiado que no me la vi venir.